martes, 15 de diciembre de 2009

Un personaje de miedo, como sólo la derecha latinoamericana los engendra: ¡gracias por regresarnos a los 70!

El encubridor
Por Martín Granovsky
Aunque el nuevo ministro de Educación porteño, Abel Posse, quiera disfrazar su masserismo de metafísica, la Historia es concreta. Y las historias también. Para probarlo ahí está la vida de Taty Almeida, madre de Plaza de Mayo.
Posse no es un conservador o un hombre del centroderecha democrático como el diputado Federico Pinedo, por ejemplo. Posse, que alcanzó el grado de embajador y llevó el gran soporte internacional del hoy condenado a 25 años de prisión Alberto Fujimori, fue uno de los principales operadores del entonces jefe de la Armada Emilio Eduardo Massera en la Cancillería argentina durante la dictadura. No todos los diplomáticos cumplieron esa tarea. Lo revela el caso de Gregorio Dupont, que sufrió el asesinato de su hermano Marcelo en represalia por su oposición al Centro Piloto París y al acercamiento del masserismo con el régimen racista de Sudáfrica.
En ese entonces, una matriz internacional acercaba a Massera con el gobierno en las sombras de Italia, ese enjambre de servicios de inteligencia trabajando ilegalmente, finanzas sucias, bandas neofascistas y malversación del aparato vaticano por una minoría de obispos que quisieron convertir a la Iglesia Católica en una sucursal del Banco Ambrosiano.
En plena masacre desordenada del lopezreguismo, primero, y luego con la masacre sistemática de la dictadura, el entramado garantizó el asesinato masivo de ciudadanos argentinos y el robo de chicos. Después, esa misma trama funcionó al estilo de una Odessa local, por la red nazi que protegió a los criminales después de la derrota en 1945, para resguardar y encubrir a los culpables de los crímenes del terrorismo de Estado.
La dictadura tuvo sus Posse para el trabajo clandestino y para la propaganda pública. El papel de la agencia oficial de noticias Télam en los años de plomo es un ejemplo. No solo ocultó la información real sobre la represión masiva sino que se constituyó en el instrumento apropiado para inventar despachos “noticiosos” sobre enfrentamientos armados que nunca ocurrieron y disimularon los homicidios. Un encubrimiento preventivo buscaba eliminar pruebas de antemano.
Después de la derrota militar en las Malvinas, mientras el dictador Reynaldo Benito Antonio Bignone ordenaba destruir toda prueba de la represión y dictaba la autoamnistía, la propaganda del régimen procuraba vestir de cultura nacional lo que los propagandistas de la dictadura llamaban Extremo Occidente, es decir la Argentina. En Defensa casi esquina Belgrano, dentro de un edificio de origen colonial, los militares colocaron una placa. Dice: “La Casa de la Defensa fue creada por Télam en una antigua casona del siglo XIX cara al espíritu de este lugar y como aporte a la preservación de las tradiciones, con el objeto de fomentar la defensa de la cultura nacional. Inaugurada el día de San Martín de Tours, patrono de la ciudad de Buenos Aires, 11 de noviembre de 1982”.
Otra vez, como sucede con Posse, una masacre real y una metafísica fabricada. Los hechos revelan que en esa fecha gobernaba Bignone, el único presidente de la historia argentina elegido por una sola persona: el comandante del Ejército, Cristino Nicolaides, que tomó la decisión después de la derrota en la guerra de las Malvinas. Bignone afronta en la actualidad un proceso judicial por 58 delitos de lesa humanidad. Está acusado de haberlos cometido cuando era uno de los jefes del campo de concentración de Campo de Mayo, en la provincia de Buenos Aires, entre 1976 y 1978.
Campo de Mayo fue el mayor centro de exterminio junto con la Escuela de Mecánica de la Armada, que dirigía el jefe de Abel Posse, y La Perla, en Córdoba, que acaba de deparar otra condena a Luciano Benjamín Menéndez.
Alejandro Martín Almeida, el hijo de Taty, era cadete de Télam en la sección Publicidad cuando desapareció para no ser encontrado nunca más, el 17 de junio de 1975.
La placa de la dictadura permanece en el hermoso edificio colonial de la calle Defensa, solo que ahora con una explicación histórica debajo. Pero el viernes, un día después de que se cumplieran 26 años de democracia, el Estado puso una placa nueva. Dice: “Otros tiempos, el mismo sueño. Libertad, igualdad, fraternidad. Homenaje de Télam al bicentenario de la emancipación americana”. Y la persona que tiró del paño para descubrirla fue Taty.
En la vida de los países la conquista de la soberanía popular por parte de una región entera del mundo sin duda marca un momento muy alto de la libertad de expresión.
El bicentenario es historia concreta. Como Taty. Y Massera y Posse también son parte de la historia. La historia de la masacre que ocurrió y del encubrimiento que Posse aún quiere ejercer.
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OPINION
El odio sigue vivo
Por Luis Bruschtein
Por lo general han expresado más odio los que defienden a los represores, que los familiares de las víctimas. Eso ha sido una constante desde que se fueron los militares. En un sentido tendría que ser al revés: los familiares tendrían más motivos para odiar. Pero lo que se hizo durante la dictadura tenía que cabalgar sobre un odio tan profundo que fuera capaz de galvanizar cualquier objeción, cualquier atisbo de conciencia. Esa clase de odio no tiene competencia.
Este zumbido de arco voltaico, de cable de alta tensión, se sintió los primeros años de democracia cuando Alfonsín hizo los juicios a los comandantes. En esos años se manifestaba en forma abierta en levantamientos carapintada, bombas, solicitadas y editoriales. Pero cuando la sociedad aceptó como reales los crímenes que trataban de defender, el odio persistió como un movimiento subterráneo que buscaba alimentarse de otros descontentos.
Cuando Kirchner reivindicó a los militantes de los ’70, cuando condenó las violaciones a los derechos humanos, anuló la Obediencia Debida y el Punto Final, entregó la ESMA a las organizaciones de derechos humanos, cuando desarrolló una política para cerrar heridas a partir de la justicia, el zumbido de furia aumentó y se convirtió en telón de fondo, en condimento de desborde de protestas como la de las entidades patronales del campo o las de la inseguridad. Ese odio de grito desaforado, de insulto explosivo, no fue sólo por las retenciones ni por la ola delictiva. Esas protestas quedaban engarzadas en una modalidad para odiar que se relaciona con la política de derechos humanos. En algunos de los actos de estas protestas siempre se escuchó atacar a los organismos de derechos humanos, a veces con la excusa del garantismo, a veces con la excusa del orden reclamado. Y en todos estos movimientos siempre aparecieron personajes relacionados con este odio, ahora reconvertidos en ruralistas o antigarantistas. Es una forma de odiar que tiene un sector de la sociedad argentina que respaldó a la dictadura y se siente humillada por la política de derechos humanos.
Cuando se anuló la Obediencia Debida y el Punto Final, hubo voces que dijeron que eso era fácil porque era una vía de acción que ya no tenía costo político. El secuestro y la desaparición de Julio López demostró que el odio estaba vivo.
Para los que vivieron la dictadura y se formaron en una sociedad hipócrita que llamaba democracia a un sistema de tutela de las fuerzas armadas, las ideas que publicó el ministro de Educación porteño, Abel Posse, tienen muchas reminiscencias con el sentido común de época de los años ’60 y ’70 que preparó el clima para justificar los crímenes de la dictadura. Podía ser una tía, una maestra en la escuela, el almacenero, no eran personas particularmente malas o violentas, pero repetían la idea de que había que hacer cualquier cosa para sobrevivir. El odio se induce por el miedo, por la idea de que estamos en peligro por el caos. A ese peligro se responde con odio o mano dura. Cualquiera sabe que el odio es la peor forma de reaccionar porque tiene consecuencias peores que su causa. El odio no soluciona nada pero se usa políticamente, ya no para la inseguridad ni para las retenciones, sino para debilitar a un gobierno o provocar su caída. Ha sido así en la historia reciente de nuestro país. Esa tía, la maestra o el almacenero odiaron y después se arrepintieron. Reflexionaron que no había motivo para tanto odio y hasta se olvidaron que lo sintieron. Qué estupidez, el daño ya estaba hecho.
Una voz en el helicóptero pidió que asesinen a Cristina Fernández el día que comenzó el juicio de la ESMA. Es la señal del odio que eligió ese momento para aparecer. Demasiada, sospechosa, imposible casualidad. Esa voz demuestra que a pesar de lo que diga Posse, los juicios y las condenas son más necesarios que nunca. Porque, justamente por lo que dice Posse, ese odio sigue vivo y se alimenta de malos pero también de inocentes que dejan de serlo aunque después se arrepientan.
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