viernes, 7 de abril de 2017

Algo acerca de las guerras civiles. Una par de artículos del New York Times

Colombia demuestra que poner fin a la guerra no es una utopía


Decenas de colombianos celebraron el acuerdo final de paz entre el gobierno de Colombia y las Farc. 

CreditGuillermo Legaria/Agence France-Presse — Getty Images
Read in English
El cese al fuego y el esperado Acuerdo Final de paz entre el gobierno de Colombia y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia marcan más que el fin de una guerra. Es un hito para la paz en el continente americano y el mundo.
La guerra entre el gobierno colombiano y las Farc es el conflicto armado más antiguo en el hemisferio occidental, además de ser el último que data de la Guerra Fría. Desde Alaska a Tierra del Fuego, la guerra, en el sentido clásico de un conflicto violento por el dominio de un territorio en el que por lo menos hay un ejército nacional combatiente, ha desaparecido. Aunque la violencia entre carteles del narcotráfico en América Latina continúa, el fin de los conflictos políticos armados en todo un hemisferio merece destacarse.
Basta examinar las décadas pasadas para darse cuenta de lo trascendental de este cambio. En Guatemala, El Salvador y Perú, al igual que en Colombia, fuerzas armadas de izquierda lucharon contra gobiernos respaldados por Estados Unidos, conflictos donde se perdieron cientos de miles de vidas. En Nicaragua ocurrió lo contrario: los rebeldes respaldados por el gobierno estadounidense lucharon para derrocar a un gobierno izquierdista. Estados Unidos y la Unión Soviética no escatimaron en su apoyo para mantener la intensidad de esas guerras. La “guerra sucia” en Argentina también se originó del enfrentamiento entre la izquierda y la derecha, y también murieron miles de personas.
En aquella época, las guerras entre países también eran comunes. Estados Unidos invadió Panamá y Granada para derrocar sus gobiernos. Gran Bretaña y Argentina se enfrentaron por la posesión de las Malvinas. Ecuador y Perú combatieron por establecer los límites de su frontera; y una controversia entre El Salvador y Honduras estalló en una guerra después de que los dos países se enfrentaron en un partido de fútbol.
La militarización llegó a la región debido a numerosos golpes de estado y juntas. En 1981, los países gobernados por dictaduras militares incluían a Guatemala, El Salvador, Honduras, Panamá, Surinam, Brasil, Bolivia, Paraguay, Chile, Uruguay y Argentina.
Hoy en día no hay gobiernos militares en el continente. Ningún país está en guerra con otro y ningún gobierno lucha contra un levantamiento importante.
Este avance hacia la paz en todo un hemisferio sigue el ejemplo de otras importantes regiones del mundo. Los siglos de guerras sangrientas en Europa Occidental, que desembocaron en las dos Guerras Mundiales, han dado lugar a setenta años de paz. Las últimas dictaduras militares en esa región, en Grecia y España, cedieron su lugar a gobiernos democráticos en los setenta. En el Extremo Oriente, las guerras de mediados del siglo XX cobraron millones de vidas, entre las conquistas de Japón, la guerra civil de China y las guerras de Corea y Vietnam. Sin embargo, a pesar de graves conflictos políticos, hoy el este y sudeste asiático están casi libres de enfrentamientos activos.
De hecho, las guerras en el mundo ahora se concentran casi exclusivamente en una zona que se extiende desde Nigeria hasta Paquistán, un área en la que solo habita una sexta parte de la población mundial. Lejos de ser un “mundo en guerra”, como mucha gente cree, vivimos en un mundo donde cinco de cada seis personas viven en regiones mayormente o totalmente libres de guerra. América Latina ahora puede unirse a las filas de la paz.
Por supuesto, esto no puede volvernos indiferentes ante la terrible violencia que vive un sexto del mundo. Solo que al resaltar los avances en algunas partes del mundo, podemos concentrar nuestra atención en aquellas partes que aún viven asoladas por la guerra. Así nuestros esfuerzos por llevar la paz a esas regiones pueden informarse y alentarse con el ejemplo de regiones como el continente americano. La guerra puede pasar de ser un medio generalizado para resolver conflictos a una rareza, pequeña en escala y fuera de las normas de comportamiento aceptable.
En América Latina son considerables los retos que prevalecen. Sigue habiendo demasiada violencia, pobreza y corrupción. Las sociedades de la postguerra permanecen frágiles y corren el riesgo de volver a la guerra. Los militares todavía son capaces de dar golpes de Estado, como ocurrió en Honduras en el 2009. Solo el esfuerzo, el apoyo y la vigilancia constantes pueden consolidar y expandir los logros alcanzados.
Dado que hemos avanzado tanto, sabemos que podemos avanzar aún más. Donde las guerras han terminado, otras formas de derramamiento de sangre, como la violencia entre pandillas, también pueden reducirse (en solo veinticinco años, por ejemplo, Colombia ha reducido su elevado índice de homicidios un sesenta por ciento). Dado que el continente americano se ha apartado de la guerra, sabemos que puede suceder lo mismo incluso en las regiones más obstinadamente violentas. Los avances hacia la paz son lentos e inciertos, pero los impulsan la determinación, el ingenio, la voluntad de millones y la comprensión de que la paz no es un ideal utópico sino un resultado eminentemente asequible.



Estadounidenses en la guerra de España: ‘Spain in our hearts’

George Orwell junto a miembros de su unidad de milicianos en el Frente de Aragón durante la guerra civil española. CreditHoover Institution Archives, Harry Milton Papers
Read in English
Para los estadounidenses de izquierda que conocen su historia, no hay nada más trágico o nada más romántico en todo el siglo XX que la Guerra Civil española. Entre 1936 y 1939, un gobierno recién elegido, laico y republicano, con el apoyo de la mayoría de los trabajadores, artistas e intelectuales del país combatió contra un ejército profesional –los nacionales- que contaba con el apoyo de la iglesia católica, los terratenientes, la Alemania nazi, que envió aviones y la Italia fascista, que envió soldados.
Para defenderse, la República española tuvo que apoyarse en una mezcla de milicianos sin formación pero que rebosaban ardor revolucionario, armas enviadas por la Unión Soviética y unos 40.000 voluntarios de todo el mundo organizados por el Partido Comunista en las Brigadas Internacionales. Su sección estadounidenses se llamó “Brigada Abraham Lincoln”.
A la causa de la República nunca le faltó elocuencia para alimentar ese romance. En Barcelona, George Orwell se sumó a una milicia trotskista. Herido en combate, regresó a casa y escribió sus recuerdos en “Homenaje a Cataluña”, un libro sabio y que arrojó luz sobre lo que pasó en España.
Ernest Hemingway envió docenas de artículos para una agencia de noticias en los Estados Unidos. Después escribió “Por quién doblan las campanas”, protagonizada por un estadounidense estoico que se sacrifica por sus camaradas (basada en un guerrillero real que Gary Cooper encarnó para el cine, como nadie más podría haberlo hecho, en 1943).
En su cuadro más famoso, “Guernica”, Picasso recreó la destrucción de un pueblo en el País Vasco, el día de mercado, por un bombardeo de la aviación alemana. Louis Aragon, Auden y Neruda escribieron poesía que mostraba hasta qué punto la lucha de la República española por su supervivencia se les quedó en el corazón.
Pero el arte no sirve para sustituir el armamento y el liderazgo. Poco a poco, las fuerzas nacionales, dirigidas por el General Francisco Franco, superaron a sus adversarios, cada vez más divididos a medida que avanzaba la guerra. La primavera de 1939 tomaron Madrid y establecieron una dictadura militar que duró cuatro décadas. La derrota de la República fue, según la sabiduría popular, lo que le dio confianza a Hitler aquel mismo verano para invadir Polonia.
Adam Hochschild es al mismo tiempo un historiador de talento y un hombre de izquierda. En “Spain in Our Hearts” cuenta una historia familiar de una manera poco habitual, convincente. Es una biografía colectiva que simpatiza con los estadounidenses que viajaron a combatir o a escribir a España pero no deja de criticarlos.
Al elegir una buena representación de los personajes que participaron, la mayoría poco conocidos, y contar sus historias desde sus narrativas personales, es capaz de capturar el motivo por el que tantos creyeron que la suerte del mundo se decidiría por el bando que ganara esa guerra de un país pobre y en su mayor parte agrario.
La administración dirigida por el Presidente Franklin D. Roosevelt, limitada por leyes que imponían neutralidad y temerosa de perder votos católicos, no aceptó romper el embargo de armas a España. Pero eso no evitó que un buen grupo de jóvenes estadounidenses de todos los orígenes se alistaran para ir a luchar a España.
Entre ellos, líderes estudiantiles comunistas como George Watt, que escapó del Ejército Nacional nadando por un río helado. Jóvenes privilegiados como James Neugass, de Nueva Orleans, que condujo ambulancias y venía de una familia que había tenido esclavos en el pasado. Un estadounidense negro, Oliver Law, veterano del ejército y que llegó a estar al mando de la Brigada Lincoln por algún tiempo.
Hochschild señala que “fue el primer negro que llegó a tener mando de tropa en una unidad militar de los Estados Unidos”. En España, como en casi cada guerra civil desde la inglesa de 1640 hasta la de Siria hoy, el salvajismo fue la norma. Ambos bandos mataban a sus prisioneros por sistema. Alrededor de un tercio de los 2800 voluntarios de la Lincoln murieron en España.
Hochschild, que ya ha escrito ocho libros, reconoce que la percepción de la guerra en los Estados Unidos tenía más impacto que la presencia de varios miles de izquierdistas luchando sobre el terreno en España. Escribe perfiles de periodistas comprometidos con la supervivencia de la República o su destrucción.
Martha Gellhorn, corresponsal de Collier’s, primero amante y después esposa de Hemingway, le escribió con regularidad a Eleanor Roosevelt, amiga cercana de la familia. Gellhorn regresó a los Estados Unidos para presionar a la primera dama. Quería que la ayudara a cambiar el punto de vista de su marido sobre el embargo de armas al gobierno republicano.
The New York Times envió corresponsales a cubrir a cada bando. Ninguno se preocupó por ocultar sus simpatías. Herbert L. Matthews en la zona republicana bullía de rabia por los bombardeos rutinarios sobre la población civil en Madrid y el resto del país. Después recordaría el espíritu igualitario de la izquierda y escribió que España “nos explicó lo que significa el internacionalismo… Allí era donde uno aprendía que los hombres podían ser hermanos”.
William P. Carney, el otro corresponsal, llenaba sus despachos de noticias de victorias de los nacionales y elogiaba a los oficiales del ejército. Carney llegó a hacer propaganda para una emisora de radio vinculada con Franco. Mientras viajaba por España, reenviaba su correo a la embajada alemana.
Y Hochschild narra todo esto con una prosa que es tan vívida y consistente como emocionalmente contenida. Su contribución principal es que recupera una historia que es familiar y se centra en los estadounidenses con un enfoque poco romántico sobre los motivos que llevaron a “los buenos” a perder, logra evocar con destreza el compromiso en ambos bandos al tiempo que evita el jaleo retrospectivo de la República.

El único personaje que logra sacarle de su compostura es el noruego Torkild Rieber, jefe de la Texaco, que admiraba a Hitler y envió millones de barriles de petróleo a los Nacionales en violación del acuerdo de no intervención y faltando a sus obligaciones firmadas con el gobierno republicano antes de que empezara la guerra.
Justo antes del comienzo de la Segunda Guerra Mundial, en 1939, Rieber contrató asistentes pronazis que enviaban telegramas a Berlín con “información cifrada sobre los barcos que zarpaban de Nueva York para Gran Bretaña y cuál era su carga”. Cuando se supo de su comportamiento, Rieber tuvo que dimitir de su cargo en Texaco y acabó por convertirse en un hombre bien conectado, de mucho dinero, con “aprecio por líderes autoritarios” como Franco o el sah de Persia.
Por su parte, la República Española no pudo o no quiso renunciar a la ayuda de uno de los dictadores más sangrientos de la época y de la historia. Hochschild deja claro que al aceptar la ayuda de Stalin firmó un pacto con el diablo que comprometió su imagen democrática y tolerante. En 1937, los comunistas leales al Kremlin dieron un golpe y desarrollaron el aparato represivo de la República.
A los anarquistas y otros radicales que querían crear una sociedad sin clases los calificaron de aliados del fascismo. La insidia dentro de la izquierda desató combates en Barcelona que dejaron cientos de muertos, soldados que hubieran sido necesarios en el frente. Cuando todo terminó, el gobierno encarceló a muchos supuestos “quintacolumnistas” y ejecutó a varios de los líderes trotskistas.
Ninguno de los estadounidenses del libro estuvo implicado directamente la represión de la izquierda no comunista. Hemingway no escribió una línea sobre la aniquilación brutal a la que fue sometida la izquierda más radical. Aunque algunos miembros de la Brigada Lincoln se quejaron en privado del dogmatismo miope de quienes sacrificaban la efectividad en combate en el altar de la línea del partido, no defendieron a aquellos compañeros de combate que se negaron a obedecer órdenes del único país dispuesto a darle apoyo material a una República ya muy debilitada.
Mediada esta apasionante historia, Hochschild entra en lo mismo que Orwell se preguntó, lo que tantos historiadores han debatido desde entonces: ¿el objetivo de construir una sociedad de iguales sin clases choca con las necesidades que marca que primero hay que ganar la guerra? En Barcelona y algunas ciudades más, los trabajadores tomaron el control de las fábricas y abolieron cualquier vestigio del antiguo orden, desde el escalafón militar a las propinas.
Nada pudo evitar la victoria de Franco. Hochschild concluye que “para combatir en una guerra sofisticada y mecanizada, se necesita un ejército con disciplina y mando central mucho más que una serie de milicias al mando de partidos políticos y sindicatos”.
Quizás esa sea la mayor tragedia de la Guerra Civil española. La República no tuvo otra alternativa que ceder al control que Stalin y sus secuaces decidieron ejercer. Y hacerlo solo sirvió para dejar a quienes la defendían tan divididos y enfrentados que no pudieron lograr su objetivo. ¿Donde está la parte romántica?