jueves, 10 de febrero de 2011

Conmovedor


LOS DEMOCRATAS ARABES ROMPEN EL ESTEREOTIPO DE OCCIDENTE

La campaña ya no funciona

Una familia de manifestantes sostiene un cartel acusando a Mubarak de corrupción.


Desde hace cerca de treinta años, una obstinada campaña de denigración se consagró a presentar al Islam como un enemigo de los valores occidentales. Confundieron a un puñado de alterados terroristas con millones de individuos.
Por Eduardo Febbro
Desde París
Los demócratas árabes que hicieron saltar la banca de la autocracia y la corrupción en Túnez y Egipto aportaron una contribución inestimable al conocimiento humano: desmontaron con su vigor democrático el perfil de demonio con el cual la prensa de Occidente y ensayistas aprovechadores habían retratado al Islam y al mundo árabe musulmán en general, al tiempo que pusieron en tela de juicio los intereses estratégicos de la primera potencia mundial. Desde hace cerca de treinta años, una obstinada campaña de denigración se consagró a presentar al Islam como un enemigo de los valores occidentales, a los árabes como una sociedad de individuos histéricos y fuera de la historia. Artículos, reportajes televisivos y ensayos se ensañaron con una temática común: el miedo al Islam, al islamismo, la identificación de una religión con el terrorismo de masa. Confundieron a un puñado de alterados terroristas con sociedades civiles de millones de individuos e hicieron caso omiso de la historia del mundo, del colonialismo, dejaron afuera la influencia de los recursos petrolíferos en la expansión provocada del fundamentalismo islámico así como el papel que tuvo la confrontación entre el Este y el Oeste en el fomento de los extremismos religiosos como armas estratégicas.
En esa masa de mentiras y miedo contribuyeron en mucho los intelectuales modernos, adeptos al sillón giratorio desde el cual miran el mundo y proyectan sus opciones ideológicas y su sagacidad sin desplazarse, sin conocer, la mayor parte de las veces, a ese ser humano, a esa gente, la intimidad de las naciones, su historia, los idiomas que se hablan, la práctica confesional en curso, la razón y los matices de los ritos, la dimensión histórica de la identidad, el juego perverso de las pugnas geopolíticas que trazaron el mapa de Medio Oriente. La propaganda se mezcló con la reflexión. Sin embargo, el islamismo fundamentalista, tal como lo conocemos hoy, precede la creación de grupos como Hamas, Al Qaida, el Hezbolá e incluso es anterior a la confrontación entre Israel y los fundamentalistas islámicos que pugnan por la desaparición de un Estado judío. Hamas primero fue creado en 1987 como movimiento de resistencia islámico contra la ocupación israelí del territorio de Gaza. El Hezbolá nació en 1982 contra la ocupación del Líbano por las tropas israelíes (1982). El tercero, Al Qaida, es una emanación de la política norteamericana en Asia Central.
El extremismo islámico contemporáneo se plasmó en 1953 con el golpe de Estado contra el primer ministro iraní Mohammad Mossadegh. Electo dos años antes con el apoyo del Frente Nacional, un grupo de partidos progresistas, Mossadegh suprimió los exorbitantes privilegios de que gozaba la primera empresa mundial de explotación de hidrocarburos, la compañía angloiranian Oil, AIOC. Esta empresa detentaba el monopolio de la explotación y la venta del petróleo iraní y a cambio pagaba magros beneficios al Estado iraní, mientras que la población vivía en la pobreza. Los británicos, en su afán de derrocar a Mohammad Mossadegh, pidieron la cooperación de Washington. Un emisario del Secret Intelligence Service, Christopher Montague Woodhouse, convenció a la CIA de la necesidad de erradicar la triple amenaza que representan el nacionalismo de Mossadegh, el poderoso partido de la izquierda iraní, Tudeh, y la ex Unión Soviética, país fronterizo de Irán. Estados Unidos y Gran Bretaña montaron el operativo AJAX y derribaron el régimen de Mohammad Mossadegh con la ayuda de un aliado interior, el soberano iraní Mohammed Réza shah Pahlévi. La frustración nacional por la explotación petrolífera, la cooperación del shah de Irán con quienes expoliaban los hidrocarburos y la instauración de una tiranía absoluta que aplastó al movimiento democrático y laico le dio vida y cuerpo al fundamentalismo chiíta, es decir, el ala derecha extremista y nacionalista de Irán. En 1979, el ayatolá Jomeini se apoyó en ese movimiento fundamentalista para lanzar la revolución iraní, cuya permanencia forjó un fascismo religioso e hizo de Teherán un eje del terror. El ex presidente norteamericano Bill Clinton reconoció en el año 2000 las nefastas consecuencias del operativo AJAX y pidió disculpas. Demasiado tarde. Otro monstruo de siniestras consecuencias, también diseñado y perpetrado por Washington, estaba alimentándose en Asia Central: la financiación de los sectores más radicales del Islam para combatir la invasión de Afganistán por parte de la Unión Soviética. Las escuelas coránicas de Pakistán (madrazas) fueron financiadas por Washington para preparar a los “combatientes de la libertad” inspirados en la versión más extrema de la religión. La casi totalidad de los terroristas buscados por Estados Unidos desde los atentados del 11 de septiembre fueron llevados por Washington a Pakistán en charters especiales a lo largo de los años ’80. Bin Laden y los talibanes afganos fueron aliados íntimos en esa estrategia, soldados al servicio de la causa norteamericana que luego se dieron vuelta.
La pugna por los hidrocarburos y la táctica confesional contra el comunismo diseñaron el mundo que tenemos hoy. Occidente se lavó las manos y ensució al mundo árabemusulmán con una propaganda impúdica. Los musulmanes pasaron a ser retrógrados, rígidos, fanáticos peligrosos que ponían en peligro la identidad y los valores de Occidente. La influencia de ese discurso ha sido tal que la casi totalidad de los partidos de extrema derecha que arrasan en las urnas del Viejo Continente han hecho del miedo o el odio a los musulmanes su principal negocio electoral. Y, sin embargo, no fueron los papelitos sucios de Wikileaks los que hicieron avanzar la historia sino el pueblo. En las revueltas de Túnez o en la plaza Tahrir de El Cairo no se vieron barbudos agresivos, ni el Corán ni armas: vimos demócratas que pugnaban por la libertad, la igualdad, la redistribución justa de las riquezas y un futuro mejor. Vimos banderas egipcias, retratos de Hosni Mubarak con el bigote de Hitler y carteles pidiendo que se vaya. En dos semanas, un sector del mundo árabe trastornó el orden preestablecido del mundo sin bombas ni atentados. ¿Qué dirán los heraldos del pavor a lo diverso, ahora que ese otro tan temido y denigrado se juega la vida colectivamente por los valores en los que se basa la cultura política de Occidente? ¿Qué demonio inventarán para seguir teniendo razón? Esos progresistas de sociedades menospreciadas por la tecno cultura occidental han creado en un puñado de días una de las mayores transformaciones de la historia. Detrás de sus reclamos no hay demonios fundamentalistas, sino siglos de opresión, de expoliación y corrupción. Sea cual fuere el rumbo de esa revolución les debemos a esos empeñados demócratas una demostración única, una emoción gigantesca, la oportunidad de ver al otro como es, de reconocerlo, de palpar sus sueños, que también son nuestros. Vimos la historia avanzar ante nuestras miradas, tenemos la prueba de que, por encima de la cultura, del idioma y del Dios al que dirigimos nuestras plegarias, persiste en el ser humano la ambición irrenunciable de la libertad.







OPINION

Sangre marrón


Por Robert Fisk *

Desde El Cairo

La sangre se pone marrón con el tiempo. Las revoluciones no. Trapos sucios cuelgan en una esquina de la plaza, las últimas prendas usadas por los mártires de Tahrir: un médico, un abogado, una joven mujer, sus fotos esparcidas sobre la multitud, la tela de las remeras y los pantalones manchados del color del barro. Pero ayer la gente honró a sus muertos de a decenas de miles en la mayor marcha de protesta jamás reunida contra la dictadura del presidente Hosni Mubarak, gente alegre, transpirando, empujando, gritando, llorando, impaciente, temerosa de que el mundo olvide su coraje y su sacrificio. Nos tomó tres horas abrirnos camino hacia la plaza, dos horas para hundirnos en un mar de cuerpos humanos para irnos. Por encima nuestro, un fantasmagórico fotomontaje se sacudía con el viento: la cabeza de Hosni Mubarak superpuesta sobre la terrible imagen de Saddam Hussein con una soga al cuello.

Los levantamientos no siguen un horario. Y Mubarak buscará una forma de venganza por la renovada explosión de furia y frustración de ayer en su gobierno de treinta años. Durante dos días, su nuevo gobierno de vuelta al trabajo había tratado de pintar a Egipto como una nación volviendo a su antiguo autocrático letargo. Las estaciones de servicio abiertas, una serie de embotellamientos, los bancos entregando dinero –aunque en sumas pequeñas–, los comercios trabajando, los ministros sentados firmes en la televisión estatal mientras el hombre que seguiría siendo rey por otros cinco meses les hablaba sobre la necesidad de volver del caos al orden, una única razón declarada para mantenerse a toda costa en el poder.

Pero Issam Etman le demostró que estaba equivocado. Empujado por los miles a su alrededor, llevaba a Hadiga, su hija de cinco años, sobre sus hombros. “Estoy aquí por mi hija”, gritó sobre la protesta. “Es por su libertad que quiero que Mubarak se vaya. No soy pobre. Dirijo una empresa de transportes y una estación de servicio. Todo está cerrado ahora y estoy sufriendo, pero no me importa. Le pago a mi personal de mi propio bolsillo. Esto es sobre la libertad. Cualquier cosa la vale.” Y todo el tiempo la pequeña sentada sobre los hombros de Etman mirando a la multitud épica con asombro; ninguna extravagancia estilo Harry Potter podría igualar esto.

Muchos de los manifestantes –tantos se reunían en la plaza ayer que el sitio de protesta se había desbordado a los puentes del río Nilo y a otras plazas del centro de El Cairo– venían por primera vez. Los soldados del Tercer Ejército de Egipto deben haber sido superados 40.000 a uno, estaban sentados en sus tanques y los carros blindados, sonriendo nerviosamente mientras los ancianos y los jóvenes y mujeres jóvenes estaban alrededor de sus tanques, durmiendo contra los blindados; una fuerza militar impotente por un ejército de disconformidad. Muchos decían que habían venido porque tenían miedo: porque temían que el mundo estuviera perdiendo interés en su lucha, porque Mubarak todavía no había abandonado su palacio, porque las multitudes eran más pequeñas en los últimos días, porque algunos de los equipos de camarógrafos habían partido hacia otras tragedias y otras dictaduras, porque el olor a traición estaba en el aire. Si la República de Tahrir se seca, entonces el despertar nacional se terminó. Pero ayer se confirmó que la revolución está viva.

Su error fue subestimar la habilidad del régimen para sobrevivir, para encender sus atormentadores, para apagar las cámaras y hostigar a la única voz de esa gente –los periodistas– y persuadir a aquellos viejos enemigos de revoluciones, los “moderados” a quienes ama Occidente, que envilecen su única exigencia. ¿Qué son cinco meses más si el viejo se va en septiembre? Hasta Amr Mou-ssa, el muy respetado favorito de los egipcios, resulta que quiere que el viejo siga hasta el final. Y en verdad, es la comprensión política de esta inocente pero a menudo no instruida masa.

Es fácil acusar a los cientos de miles de manifestantes pro democracia de ingenuidad, de simpleza mental, de confiar demasiado en Internet y Facebook. Hay una creciente evidencia de que la “realidad virtual” se convirtió en realidad para los jóvenes de Egipto, que habían comenzado a creer en la pantalla más que en la calle –y que cuando tomaron las calles, estaban profundamente shockeados por el estado de violencia y la fuerza física brutal del régimen continuaba–. Pero sin embargo, que la gente guste de esta nueva libertad es abrumador. ¿Cómo puede planear su revolución gente que ha vivido bajo la dictadura durante tanto tiempo? Nosotros en Occidente podemos olvidar esto. Estamos tan institucionalizados que todo en nuestro futuro está programado. Egipto es una tormenta de truenos sin dirección, una inundación de expresión popular que no se adapta prolijamente a nuestros libros de historia revolucionaria o nuestra meteorología política.

Tendremos que recordar que los dedos de hierro de este régimen hace tiempo que han crecido en la arena, más profundamente que las pirámides, más poderosos que una ideología. No hemos visto el fin de esta criatura. Ni su venganza.


* De The Independent, de Gran Bretaña. Especial para Páginal12.

Traducción: Celita Doyhambéhère.